El verdadero privilegio

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El verdadero privilegio.

Por primera vez en mucho tiempo el ring estaba muy lejos. Los púgiles eran apenas dos hormigas gigantes que se batían a dentelladas para deleitar al público. Mi puesto, ubicado en la silla 236 de la fila 29 estaba en lo más alto, casi pegado a la pared de la gradería del mítico estadio Wembley de Londres, Inglaterra.

Sin darme cuenta había adquirido el mejor de los asientos, el que de verdad conlleva a los grandes privilegios. El de disfrutar, sin barreras, una gran velada de boxeo. Podría pensar que perdí “mi derecho” de entrevistar a los protagonistas, de estar al lado del ring para que las hormigas se convirtieran en mastodontes, voltear a mi izquierda y ver alguna estrella de cine y a la derecha algún ex campeón.

Pero aquí no. En esta fila solo tengo una gran tela negra que cubre los asientos no disponibles y el resto son aficionados que consumen litros y litros de cerveza, que corean el nombre de Anthony Joshua exigiéndole un nocaut digno de los pesos pesados, ante su rival, el ruso Alexander Povetkin.

Aquí, sentados en los asientos más económicos -apenas 40 libras esterlinas-, encontramos “el sabor”, como decimos los latinos: todos bailan, brincan y fuman a escondidas. De pronto tembló, el público escuchó los primeros compases de “Sweet Caroline”, de Neil Diamond, y corean: “Sweet Caroline / good times never seemed so good (…) oh, oh, oh!”, mientras alzan sus cervezas, ya saben que el gran momento se aproxima.

Es así como, luego de pitar a Povetkin, los fanáticos entonan “ooh, Anthony Joshua!”, mientras el muchacho de la película sube al ring, para cederle el protagonismo solo por minutos a Michael Buffer, para que con su grito de guerra: “Let’s get ready to rumble!” bajen el telón de los actos preliminares y den inicio a la gran batalla que todos han venido a ver.

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El verdadero privilegio.

Los aficionados británicos confiaban en una rápida victoria del inglés sobre el contendor ruso, pero los primeros compases de la pelea preocupó a los presentes. Povetkin, a pesar de su menor estatura y alcance, logró conectar a Joshua, quien buscaba la distancia adecuada para realizar su estrategia en el combate.

A medida que avanzaron los asaltos, el frío se apoderó del ambiente. Solo un “fuck!” se escuchó en el estadio al finalizar el quinto round. Al iniciar el sexto capítulo, un hombre robusto de camisa blanca y gesto adusto gritó: “la derecha, el upper…”, se paró, se sentó, volvió a pararse, se agarró la cabeza, se quedó boquiabierto y veía fijamente el infinito. Entonces sonó la campana que indicaba el final del round y negó con la cabeza en repetidas ocasiones.

Pero en el séptimo round, el de la suerte, la tensión se convirtió en algarabía. “AJ” inició como una tromba, conectó a Povetkin y el ruso se tambaleó, el hombre robusto se paró como impulsado por un resorte, abrazó a su amigo, esperó la caída y la celebró justo a la mitad del asalto, cuando Joshua golpeó con un gancho de izquierda y remató con su derecha para mandar al ruso a la lona. El referí hizo el conteo de protección, pero los aficionados, todos con las manos en la cabeza, le pedían a un ente superior que mantuviera en el suelo al hombre de Europa del este. No pudo ser. Pero ese ente superior llamado Anthony Joshua, tan sólo unos segundos después, se fue como un león sobre su presa para acabar con el careo. Povetkin volvió a caer. El referí decretó el nocaut y el público rugió. Por fin aquel hombre robusto, de camisa blanca, cambió su gesto adusto y dejó que la algarabía se apoderara de él. Abrazó a su amigo sentado a su izquierda, a la señora frente a él, a la chica de su derecha que parecía ser su novia, alzó la mano a un grupo lejano como quien desea decir: “superamos el vendaval” y se abrazó a la distancia con un trío que lanzaba su cerveza. No hay duda, es el segundo hombre más feliz en el estadio. El primero es Joshua, el campeón.

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Como aficionados queremos tener el privilegio de estar en la arena, hablar con el protagonista y tener un asiento dentro de la sala de prensa. Es decir, pasamos de ser aficionados a analistas, al menos en teoría. Sin embargo, nuestro mayor deseo puede ser también nuestro peor castigo. Somos como un niño que se enteró que Santa Claus, Papá Noel o el Ratón Pérez no existe. Entonces aquel recinto mágico pasa a ser nuestra oficina y con ello gozamos de “ciertos privilegios”, pero perdemos el mayor de ellos: “la inocencia”. Ver a nuestros héroes coronarse, luchar con ellos desde la grada, gritar, aplaudir, llorar , ligar, sufrir con la derrota y gozar con la victoria. Sin saberlo, nuestra inocencia, la que a veces se ubica en silla 236 de la fila 29, esa que está casi pegada a la pared, es el mayor privilegio de todos.

Por eso, aquel hombre robusto de camisa blanca dejó de fruncir el ceño y se convirtió en un director de orquesta para ordenar a sus músicos, los 90 mil que asistieron al Wembley, que brindaran su más sonoro aplauso al rey de los Pesos Pesados, el gladiador que ostenta la faja negro-oro de la Asociación Mundial de Boxeo y, quizás sin saberlo, gozó del mayor privilegio de todos: entregarse a la pasión del boxeo sin cortapisa ninguna.


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